El último ascenso al Cerro Polleras

 

Una historia de polleras

 

Escuchar narraciones de historias puede ser una atracción para muchas personas. Historias sobre lugares, montañas, creencias. Esta historia me la contó Adrián “Roger” Cangiani. Un gran montañista y excelente narrador de cuentos. Muchos de ellos son chistes, cuentos de humor que entretienen en las caminatas. Pero esta historia que me contó fue diferente. Es la historia del ascenso al cerro Polleras, una montaña de casi 6000 metros de altura que queda en una de las zonas más inexploradas de Mendoza.

 

“Una historia de polleras y en capítulos”, anunció. Y decidí persistir con ese formato. Porque remite a pensar en una historia “por entregas” en la que siempre te quedás en vilo esperando el capítulo siguiente. También, porque es un historia que necesita tiempo para comprender su magnitud.

 Capítulo 1: una pintura con historia

Esta narración comenzó con una bicicleta y una montaña. El “Roger”, en sus años de juventud, se la pasaba recorriendo caminos a pie pero también en bicicleta. Tanto como medio de transporte pero además, como compañera de aventuras, estas dos ruedas lo llevaban a visitar amigos en los alrededores de Mendoza. Se juntaban a hablar de montañas, de trabajos posibles, de la rutina. Entre todas esas personas que visitaba, Karina era una de ellas.

Él iba muy seguido a esa casa que estaba llena de polleras porque estaba ella pero también, sus hermanas y su abuela. Esta señora andaba un “poco perdida”, como muchas de nuestras abuelas, pero tomaba mate con el Roger y hacía que el tiempo pasara más rápido. “No le des bola”, le decían, pero él se quedaba conversando con la abuela. Una de esas charlas tuvo como motivo un cuadro que decoraba la sala. Era una pintura de tres hombres. Estaban de espaldas y llevaban ropa de cuero. Las mochilas que cargaban tenían estructura de fierro pero lo que se destacaba era la gran montaña que tenían de frente. La abuela le explicaba que esa pintura la había hecho su hermano, José. Y así, como Roger cuenta historias, la señora de pollera comenzó a contarle la historia de su hermano. Orgullosa, le decía que su hermano había sido un gran montañista quien había llegado a la cumbre del Polleras. Roger dudaba si todo lo que la abuela le contaba era real o era “un flor de cuento” pero él quería creer y creyó. La curiosidad y el espíritu aventurero hicieron el resto.

El proyecto de ir a la gran montaña se desarrolló a “pasos agigantados”. Averiguaciones, mapas, visitas al Club Andinista Mendoza, a su mapoteca y a su biblioteca, apuntes del libro del alemán Federico Reichert quien había sido el primero en alcanzar la cumbre en 1908. Por otro lado, los pocos que conocían la montaña, le decían que nadie la subía, que quedaba re lejos, que era como el K2 en chiquitito. Pero en lugar de aplacar su deseo, este iba creciendo. Así, con toda esa información, se preparó la expedición al cerro.  

 

Capítulo 2: la primera expedición al Polleras

En el año 1995 organizan la expedición junto a su amigo -y gran escalador- Martín “Fideo” Molina. También otras personas estaban involucradas pero iban desistiendo a medida que la expedición se acercaba. Las que persistieron hasta el último día fueron Karina y Pilar. Karina era parte de esta historia desde un comienzo ya que, al fin, era su tío abuelo quien había subido al cerro. Junto a Pilar decidieron acompañar a los montañistas hasta el último refugio pero no iban a intentar ascenderlo.

La aproximación al Polleras se realiza por Punta de Vacas y se recorre un largo camino por el Río Tupungato y el Río Plomo que requiere de varios días, algo de escalada y cruce de ríos. El equipo debía ser mínimo así que decidieron no llevar carpa, compartir una taza -que servía también para calentar al fuego-, una sola cuchara y nada de lujos. El gran peso se lo llevaba el equipo técnico de hielo y escalada.

El día llegó y los dos montañistas cruzaron el Río Plomo y se dirigieron a la montaña para el gran ascenso. La ruta elegida no era la normal. Reconocen un terreno complejo pero logran subir el Primer Pico Avasallado. El entusiasmo crece y desafían, con éxito, el segundo pico. Sin embargo, ante la magnitud del terreno que tienen de frente, el ánimo decae por completo. La escalada era muy compleja y reconocen que les falta equipo y experiencia en terreno mixto. Habían tenido que cruzar rocas, grietas, penitentes y ya les había costado mucho llegar a la base en donde estaba el espolón. Habían pasado dos días y los cálculos no eran los esperados, para nada. La decisión de la vuelta fue dura pero a conciencia. Sin cumbre había un poco de frustración pero ni tanto. Sabían que les había faltado preparación para subir al cerro por esa ruta.

Cuando se iban de la quebrada y se alejaban del cerro, el deseo no moría sino que, por el contrario, se perpetuaba. Era un enamoramiento por esa pollera que se transmite en cada una de las palabras de Roger cuando la describe porque cuando ves por primera vez el cerro, que te empieza a aparecer por detrás de otra montaña, es una punta, una flecha que está apuntando hacia el cielo que vos pensás, esta montaña no es de acá, es como que entrás en otra película. Venís de la Cordillera de los Andes y de repente te ponen en Suiza y se parece al Monte Cervino o al logo de Paramount, ese de la montaña dibujada bien perfecta, es así. Y cuando la ves te entrás a mear encima porque decís ¡no!, ¿cómo voy a subir eso? ¿Por dónde se sube?

 

Foto tomada por Pablo David González del Cerro Polleras

Capítulo 3: entre tanto, pasan otras cosas

De vuelta en Mendoza, cada uno volvió a sus actividades. El Fideo empezó a volcarse más a la escalada profesional y el Roger, a los servicios en Aconcagua y a los alojamientos turísticos. La rutina de trabajo ayudaba a olvidar. Pero una carta reactiva sus intereses deportivos. Llega de la India, del Instituto Himalayano de Montaña a la Federación Mendocina de Montañismo y Escalada. Se convoca a reunión y Roger escucha la propuesta de conformar un convenio entre ambas instituciones con el objetivo de intercambiar conocimientos y experiencias. El proyecto consistía en que siete montañistas argentinos fueran a subir una montaña de 7000 metros en el Himalaya y viceversa. Todos se entusiasmaron, todos querían estar entre los elegidos.

En una segunda reunión nombran a los designados y él no estaba en la lista. Igualmente, siguió participando de las reuniones y ayudando con lo que podía. La idea de volver al Polleras volvía a resurgir, estaba latente y lo acompañaba.

En el hostel que Roger administraba había un cuadro del Polleras. Él había revelado las fotos que había sacado con la Minolta de su papá, y su amigo, Víctor Florido, le había pintado el cuadro. Ese verano de 1996, con el Polleras vigilando, y tomando mate con el Fideo, decidieron volver. “Ahora o nunca”, se dijeron.

 

Capítulo 4: segunda expedición al Polleras

Como en la primera ocasión, invitaron a más personas pero algunos fueron desistiendo. Sin embargo, esta vez, los acompañaría Marianito. Se despidieron de sus familiares y de sus amigos más íntimos. Nuevamente el estilo era alpino, sin carpa y con el mínimo de equipo. Marianito llegaría hasta el último refugio para colaborar con el porteo de equipo.

Esta vez fueron más rápido porque ya sabían cómo cruzar los ríos, por dónde pasar escalando. Iban dejando comida en los lugares a los que volverían. La envolvían en nylon y la enterraban. Finalmente llega el día de entrar a la quebrada, se despiden de Marianito y cruzan el Río Plomo.

En el campamento base se dan cuenta que el calentador no funcionaba. Era prestado, se los habían recomendado. Ya sin ese elemento no iban a poder derretir nieve para hidratarse ni preparar la comida que llevaban. Otra vez ahí. Era como que algo nos tiraba para atrás. Entonces nos sentamos en una repisa de hielo antes de cruzar una grieta. Y mirábamos para arriba y para abajo. Todo decía que había que regresar. Luego de una charla que solo ellos recordarán, se abrazan, emocionados, y se dicen “para arriba”.

No sabían si iban a poder alimentarse ni cuánto tiempo les iba a demandar el ascenso. Pero empezaron a hacer lo que sabían: escalar. Esa noche separaron lo que era comestible -como las semillas- que contienen los alimentos liofilizados y descartaron lo que demandaba cocción. Para hidratarse ponían nieve en sus botellas y trataban de derretirla con el calor de sus cuerpos. Los días siguientes fueron escalar y escalar. Encordados pero también libres porque el tiempo apremiaba. Durante las noches se hacían repisas en el hielo y se metían en sus bolsas de dormir, sentados, incómodos, débiles. Ya se empezaba a sufrir la deshidratación. Me acuerdo que se me mojaron las manos cuando íbamos escalando y empecé a sentir hormigueo en los dedos. Pero no hacía mucho frío, era la deshidratación. Después reconocerá que tuvo congelación de primer grado en los diez dedos de las manos.

Les llevó tres campamentos en la nieve. El último, sin notarlo, fue debajo de la cumbre. Al día siguiente alcanzaron la cima del cerro Polleras a 5993 metros de altura transformándose en la quinta expedición en lograr la cumbre y, además, abriendo una ruta mixta de hielo y piedra por el ala este de la montaña. Fue como tocar el cielo con las manos. Era una punta tremenda. No entrábamos los dos. El fideo se sube y Roger deja una foto de ellos dos que retrataba el cierre de la ruta del año anterior. En la cima no encontraron testimonios pero, a unos quince minutos de descenso por el filo, hallan una cartuchera de lona blanca con los libros de cumbre que habían sido ubicados allí para que no se perdieran ante las inclemencias del tiempo. Uno era de 1946 y, el otro, de 1954. En el primero, aparecían los nombres de la segunda expedición: Emiliano Huerta, González y José Parra. Al leer el último nombre, las palabras de la abuela resonaron. Finalmente se encontraba con el personaje que había sido el origen de esta historia. También, estaban los testimonios de Federico Reicherd y los registros de otras dos expediciones que habían ascendido, una mendocina y otra, chilena. Ahí debajo Roger y el Fideo se anotaron en lápiz.

El descenso fue complejo. Querían bajar por la ruta normal pero nunca la encontraron. Estaban al límite de sus fuerzas. El camino que eligieron desembocó en cascadas de hielo. Había que descender en rapel. En la bajada, rápidamente se empezaron a quedar sin tornillos y la cuerda cada vez se hacía más corta. Ya no tenían material para usar. En el último rapel, Roger clava su piqueta y le dice al Fideo que iban a descender desde ahí, abandonando ese equipo. Ya nada importaba. Había que salir de ahí. Sin embargo, el Fideo bajaría, en segundo lugar, y con la piqueta a la cintura. ¡Fue épico!

A pocos metros, encontraron un hilito de agua a punto de congelarse y bebieron, desesperados. Ya eran más de las seis de la tarde y dormir allí era la mejor opción. Sacaron las colchonetas, la bolsa de dormir y se acostaron ahí mismo, arriba de las piedras. Estaban incómodos pero habían logrado la cumbre del Polleras y pronto volverían a casa con la buena nueva.

Al día siguiente se sentían mejor pero los estómagos rugían. Bajaron al refugio y comieron, hambrientos, unos fideos que habían descartado hacía días bajo una piedra. También habían dejado harina así que hicieron unas tortitas que pudieron cocinar en la salamandra. La vuelta entusiasmaba porque habían dejado alimentos en el camino así que devoraron los tallarines Terrabusi al huevo que habían guardado en otro de los refugios. El último día, sin nada para desayunar, bajaron a la ruta. Con algunos pocos pesos compraron lo que les alcanzaba: dos huevos fritos y el pasaje de vuelta. Sin embargo, el cansancio y el hambre eras secundarios, la sonrisa los delataba. Volvían con la cumbre del mítico Polleras y un ascenso bestial arraigados en su memoria para siempre.

 

Capítulos 5: se cierra una historia pero se abren otras nuevas

La noticia corrió y los saludos se multiplicaron. Con las pocas fotos que pudieron sacar –un rollo porque luego, la cámara cayó hacia el vacío- armaron un audiovisual. Habían conseguido un espacio e hicieron la invitación. Fue muchísima gente. Personas de experiencia que sabían lo que significaba el Polleras. Fue un momento glorioso. Se cerraba una etapa que la venían soñando y masticando por años. ¿Y ahora?

A los pocos días, lo llaman de la Federación de Montañismo y le habla el jefe de la expedición al Himalaya. Ulises le explica que quedaron lugares vacantes y le dice que, considerando el desempeño que tuvieron en el Polleras, lo querían convocar para ir al Himalaya. La emoción era inmensa.

Finalmente el Fideo y otro montañista, Gerardo Castillo, acompañarían también a la expedición. Habían conformado el grupo de jóvenes y el Himalaya era su nuevo desafío. Pero la historia de la India es otra, esta es la del Polleras. 

Según afirma el narrador, esta es la historia tal cual sucedió, así de real. Para mí, tiene algo de leyenda.

Foto actual de Roger en su rol de guía de Argentina Extrema


Información sobre el Polleras 

Adrián Roger Cangiani en IG: @roger_cangiani @argentinaextrema


Del Nieveros al Plata sin repetir y sin soplar

 Una travesía de alta montaña


Los nombres de decenas de montañas se escuchaban mientras diseñaba la próxima salida. En noviembre de 2023 había intentado subir al cerro Plata sin lograr la cumbre y, por eso, siempre estaba suspirando la posibilidad de intentarlo nuevamente. Sin embargo, para la próxima aventura estaba en la mira de rutas menos comercializadas. Fue a través de la lectura (oh, casualidad en mi vida) que la historia del Nieveros llegó a mis manos. En Montañas en alpargatas supe de su historia, de su cercanía con el Plata y de su primer ascenso realizado por Ibáñez y Grajales en 1953. La historia hizo lo suyo y la curiosidad comenzó a picar. A las 3 de la mañana me encontraba googleando más sobre sus características y buscaba mapas físicos y digitales. A las 10 ya tenía un proyecto que se convirtió en realidad en febrero de 2024.  

Los preparativos

Si bien el cerro Plata en Mendoza es ya conocido y transitado por los interesados en las montañas argentinas, la zona del sur del Cordón del Plata es menos frecuentada. Esto se debe, fundamentalmente, a la dificultad en las vías de acceso y, por lo tanto, a la complejidad que implicaría cualquier tipo de imprevisto. La zona de Vallecitos por donde se accede a “la normal” del Plata tiene una ruta (en bastante mal estado) pero transitable, una oferta variada de refugios, hay presencia de guardaparques y el sendero hasta la cumbre está muy marcado. Pero, como en la vida, tuve que buscar el camino más complicado para hacer las cosas.

La idea era armar un equipo de personas que estuvieran interesadas en realizar la travesía de alta montaña. Esto era, ingresar por Las Lajas, caminar por la Quebrada del Morterito hasta la Quebrada de las Casas y acceder a través de ella a la base de la sur del Plata. Luego, subir al Nieveros y continuar por el filo hasta la cumbre del Plata con todo el equipo a cuestas y, por último, descender por Vallecitos. Mi entusiasmo no lograba incentivar a mis compañeros que veían demasiado complejo subir hasta la cumbre con el equipo o no contaban con el tiempo suficiente para la salida. Presenté mi proyecto en Google Earth a mi amigo mendocino, lo revisó, se puso nostálgico contando sus historias sobre la sur del Plata y dijo que sí. Solo quedaba planificar el resto.  

El río

Para llegar a Las Lajas partimos desde Potrerillos en transfer (dejo la ruta de acceso). Si bien se puede llegar en auto particular, lo conveniente es ir en camioneta 4x4 porque el camino, en el último tramo, es casi intransitable. Para acceder se debe pasar por la casa de un baquiano en donde cobran un acceso (en febrero 2024 costó $1000 por persona). Desde allí se realizan unos metros más en camioneta hasta el playón de estacionamiento.

Con nuestras mochilas listas emprendimos la caminata. Transitamos por la Quebrada del Morterito sin encontrar ningún sendero visible pero fuimos siguiendo el cauce del río en dirección suroeste. El agua nos mojaba las botas pero también nos sirvió de hidratación a lo largo de todo el ascenso. Una vez que llegamos a la naciente del río, cargamos todas las botellas y subimos por una cuesta empinada o “tapón” que nos dio acceso a la Laguna del Platita. El atardecer, los guanacos y los contrastes claroscuros en la laguna completaron la caminata del primer día y prometía un buen futuro.


La sur del Plata

Con un descanso reparador, emprendimos el viaje hacia la Quebrada de las Casas. Una vez que se accede a ella, la pared sur del cerro Plata se hace presente. Blanca, inmensa, helada. Todo el camino hasta sus pies es entre grandes piedras que ralentizan el andar, en mi caso; y dinamizan el paso, en el caso de mi coequiper. Cuando nos acercábamos, los glaciares, las morenas, los estruendos de los hielos en el agua y de las piedras entre las montañas te sitúan en un escenario muy diferente al del día previo. La inmensidad y la soledad de una zona intransitada completan la escena. Una vez en la base de la sur, el riesgo se empieza a sentir. Las avalanchas, las caídas de piedras y el terreno glaciario producen infinitas dudas acerca del lugar del campamento. A los alrededores encontramos algunos restos del helicóptero caído en 1996. Entre las historias del terrible accidente y los sonidos de la montaña, el miedo comenzó a asomar.


La base del Nieveros

La caminata hasta la base del Nieveros puede demorar unas tres o cuatro horas que se deben más a la dificultad que a la distancia. Siempre con la sur del Plata a la derecha, se sube por una pendiente pronunciada cargada de penitentes. Con grampones y bastones en mano (no habíamos llevado piquetas), sorteamos con mucha precaución la cuesta y accedimos a una planicie que abría paso al Nieveros. Se veía a la perfección su cumbre, el portezuelo y el filo que desemboca en la cima del Plata.

La base presenta diferentes espacios de acampe. Además, se puede extraer agua congelada de pequeños pozos que están en los alrededores. Había un sol radiante. La tarde era prometedora. Sabíamos que el día siguiente era la última ventana climática. Luego, según habíamos relevado antes de quedarnos sin señal, se avecinaban días de tormentas. La concentración y el repaso del plan nutrían las charlas hasta quedarnos dormidos.

 


El día de cumbre

El horario pactado era las 2 de la mañana. Calentar agua, guardar la bolsa de dormir, dejar en los bolsillos de la mochila algunos snack, servir el mate cocido. Las luces de las linternas corrían enloquecidas en la carpa, en la mochila, en el equipo. Dos pares de medias, tres pantalones, camiseta, polar, campera, guantes, mitones, gorro, buff, casco, luz. Teníamos todo listo y el ascenso empezó por el gran acarreo. Caminamos la cuesta con un paso tranquilo, firme. Tengo frío en los pies, escuché. Y los miedos se hicieron presentes. Son como ráfagas. Te congelan solo en unos minutos hasta que los apaciguas con alguna frase reparadora o con alguna solución. Tenemos parches de calor, atiné a decir. Caminamos sin descanso hasta el portezuelo. Una vez allí pensé que ya faltaba poco. ¡Qué ilusa! Nos dirigimos en dirección oeste hasta el Nieveros. Alrededor de una hora después hacíamos cumbre en el tan ansiado cerro de 5438 metros de altura. Una apacheta marcaba que habíamos llegado a nuestro primer destino. La noche era negra, negrísima. Nos sacamos unas fotos y lo que creímos era el regreso sobre nuestros pasos para volver al portezuelo y encarar el filo, nos jugaba una mala pasada. No es por acá. Hay nieve. Solo fueron unos minutos pero estábamos descendiendo por la sur del Nieveros. Luego del error, tomamos correctamente el camino. Las piedras estaban congeladas y patiné cayendo con fuerza sobre ellas. Me levanté y seguimos caminando. El viento comenzaba a soplar fuerte.

El filo presenta grandes formaciones de piedras que nos dificultaba el camino. El viento nos invitaba a escalarlas por los costados ya que subirlas no nos ofrecía ningún reparo. Escalamos libres. Con botas de montaña y mitones. Algunas piedras se desprendían. En cada paso agradecía mi perseverancia en el entrenamiento de Boulder. Notaba que me estaba tensionando de más a cada paso. Luego de una pared complicada, mi respiración cambió. El miedo acechaba. Ya no era una opción volver. Había que seguir y bajar por Vallecitos. Al miedo se sumaba la idea de no atrasarse por las nubes que se encajonaban en la cumbre e impedirían la visibilidad. Trataba de no escuchar los miedos y, en cambio, había una canción que se repetía incansablemente. Hasta me nublaba el pensamiento. Como cuando tarareás una melodía y no podés dejar de hacerlo. Ahí estaba yo, subiendo una montaña de seis mil metros y acompañada por Jorge Cafrune, ¿cómo era eso posible? Podría haber sido alguna canción más heroica, pensaba. Mientras escalaba las paredes retumbaba me gusta el vino tanto como las flores/ y los conejos pero no los tractores/ Y el pan casero y la voz de Dolores/Y el mar mojándome los pies/No soy de aquí ni soy de allá/No tengo edad ni porvenir/Y ser feliz es mi color de identidad.

Pasé mis últimas tres horas de ascenso pensando que estaba llegando a la cima cada cinco minutos. Las falsas cumbres se multiplicaban en elevaciones rocosas que además de matarte la ilusión, había que sortear escalando. Hacia el final, ya había negado la existencia de cualquier tipo de cumbre y me había propuesto caminar sin esperar nada. Así, a las doce del mediodía, el mendocino me dijo, está ahí arriba, subí vos primero. No te creo, aventuré a decir. Debía faltar más. Subí detrás de él y ahí la vi. Fue un llanto largo. A moco tendido. Con pañuelo en mano me acerqué a la cruz que marcaba la cumbre y señalaba la altura de 5968 metros.

El descenso fue rápido. Bajamos con la sonrisa estampada en la cara. Haciendo chistes acerca de la complejidad del ascenso. Yo recriminaba el apuro por la llegada de “la nube” que, con el miedo, me había parecido igualita a la película de la niebla. Bajar con la carpa desde la cumbre animaba a los desconocidos a preguntarnos por nuestro camino y ahí contábamos -sin repetir y sin soplar- nuestra travesía. Lo habíamos logrado y queríamos contárselo a todos.

Esa noche acampamos en el Salto y al día siguiente, desde Vallecitos, conseguimos un aventón hasta Potrerillos en donde habíamos dejado el auto. Los miedos se habían disipado. Las lluvias completaban lo asertivo del plan. Por suerte, la canción de Cafrune dejó de sonar.  Solo quedaba en pie la narración de esta historia. 

Primera expedición al Cerro El Plata, Mendoza

 

Contingencias y aprendizajes cuando no hay manera de seguir

Cuando el clima no deja continuar hacia la cumbre a una persona que transita las montañas, hay mucha frustración pero también, cierta justificación. No fui yo, fue el clima; no fue mi entrenamiento, fue el clima; no fue la aclimatación a la altura, fue el clima. Hay que repetirlo como un mantra para mitigar la pena. Sin embargo, planificar durante meses una expedición, viajar hasta la montaña, prepararse física y mentalmente, estudiar la zona, comprar el equipamiento, son elementos que incrementan la ansiedad, las ganas de poder llegar. Si bien el camino es lo importante -y hay justificaciones con o sin sentido que nos vamos susurrando al oído-, llegar a la cumbre de una montaña, quiérase o no, genera muchas expectativas. Ahora bien, ¿qué pasa cuando no podemos llegar porque el clima no acompaña? En esta narración me propongo comentar el itinerario de mi primer intento de ascensión al cerro El Plata, en la provincia argentina de Mendoza; y los aprendizajes que implicaron no llegar a la cumbre.


 

Las inclemencias del clima 

El año 2023 estuvo caracterizado por el fenómeno climático de “El Niño” que tiene una recurrencia de entre 2 y 7 años, y cada vez que llega, podemos aplicar literalmente la frase de “el clima está loco”. Tuvimos un invierno bastante caluroso y nevadas tardías, olas de calor en momentos inusuales y el misterioso viento zonda. Por lo tanto, fines de octubre puede ser la despedida del invierno pero, en 2023, fue plena temporada de nieve.

 

El primer día: la ilusión

El transfer nos dejó en la zona de Vallecitos y nos ubicamos cómodamente en el Refugio de la Universidad de Cuyo. Vaciamos las mochilas, cargamos el equipo general y la comida, y emprendimos el camino para realizar el primer porteo. La zona era conocida por gran parte del grupo (nueve hombres y mujeres, más tres guías) pero siempre emociona empezar el recorrido. Dejamos la carga bien empirkada en el primer campamento, Veguitas, y volvimos al refugio a descansar tal como estaba planificado. Mates y risas signaron la tarde aunque, afuera, el viento comenzaba a soplar.

 Día 2

Guardamos nuestro equipo y nos despedimos del refugio. Emprendimos la caminata y el viento golpeaba muy fuerte. Subíamos preocupados porque no parecía un buen día para acampar. Reorganizamos la carga en Veguitas y continuamos el porteo hasta el campamento Piedra Grande a 3580 metros de altura. En el camino, supimos que debíamos volver al refugio para pasar la noche ya que las carpas no soportarían el viento. Dejamos los alimentos y gran parte del equipo, y volvimos al refugio. Una noche incómoda debido al viento que golpeaba las ventanas y postigos. Varias veces nos despertamos con algo de miedo y también, preocupación porque la expedición hasta la cumbre se volvía improbable.

Día 3

Con la luz del sol, todo se vio diferente. Volvimos a despedirnos y salimos entusiasmados con la idea de acampar en Piedra Grande. En el camino, los guías anunciaron que tampoco acamparíamos esa jornada. El ánimo empezó a decaer notoriamente, además, el viento nos hacía caer y ya no había fuerzas. En Veguitas dejamos algo del equipo ya que, al seguir porteando incansablemente, casi que podíamos subir cada uno de los elementos de nuestro equipo en cada caminata.

En Piedra Grande recuperamos algo de comida y aprovechamos a subir un poco más para seguir aclimatando. Llegamos al “Tapón” y volvimos algo contentos porque, según decían, esa era la parte más difícil de todo el trayecto (para mí es una mentira absoluta). En el refugio mirábamos los pronósticos climáticos, charlábamos con cualquier persona que pueda tener algo de información, hasta nos reíamos pensando que lo mejor era ir a pasear por Mendoza y sus bodegas. Sin embargo, la incertidumbre abrazaba a cada uno de nosotros.

 Día 4

El viento dejó de soplar –al menos con la intensidad de los días previos- y finalmente nos instalamos en Piedra Grande. Ahora el nuevo tema era la baja de temperatura. Sabíamos que las posibilidades de llegar al Plata eran mínimas pero nos fuimos a dormir con algo de esperanza. La noche nuevamente nos despertó. Esta vez, nevaba y nevaba sin parar. Lo bueno es que  no teníamos que ir a buscar agua ya que podíamos derretir nieve para beber y cocinar aunque, lo negativo, es que se volvía imposible acampar más arriba.   

Días 5 y 6

Dos días completos en el campamento. En las carpas. En las bolsas de dormir. La nieve seguía y seguía y el frío era intenso. De vez en cuando, nos juntábamos a conversar en alguna carpa. Amuchados por el espacio y por el frío. Ninguno había llevado cartas así que charlábamos, escuchábamos música, comíamos, hidratábamos. Los días de espera siempre son complicados. Se dudó acerca de la posibilidad de acampar sobre hielo, subir livianos sin portear, ir a algún otro cerro, volver a Mendoza y terminar con la espera. En el mientras tanto, una piensa mucho. Un mañana arriesgué a preguntar qué día era. Jueves 2 de noviembre, 8 de la mañana. Pensé que justo en ese horario mi hijo estaría entrando a la escuela y yo hacía dos días que esperaba en un tiempo infinito. Pensaba que podría estar acompañándolo y que, ya era seguro, tampoco volvería con la noticia de la cumbre esperada. Él siempre piensa que voy a llegar y me gusta contarle la buena nueva cada vez que llego. También pensaba en el esfuerzo de los últimos meses de entrenamiento, en la dieta proteica, en los días sin alcohol y mucha agua. Lo que me sirvió fue ayudar en la carpa-cocina ya que me llenó de aprendizajes –y de tareas-.

El guía principal había decido que haríamos una salida hacia “la cumbre”. En este caso el Plata estaba descartado y nuestro objetivo sería el col Plata-Lomas Amarillas. Era un gran desafío así que nos entusiasmó. Salir de 3580 metros de altura para llegar al Portezuelo a 4850 requería de un esfuerzo físico importante. Nos sentíamos preparados. Además, tenía la cuota de que era un ascenso invernal. Compramos la idea al instante y la esperanza volvió a nosotros.

El día de nuestra propia cumbre

Nos reunimos a medianoche para poder salir a las 0:30. Caminamos sobre la nieve honda abriendo huella. Sentí el frío seco, escuché las pisadas, vi las luces de las linternas en la noche estrellada. Solo pensaba en colocar mi bota en la huella que dejaba mi compañero, controlaba mi respiración, medía la distancia pero, por sobre todo, pensaba en la belleza. Conocía la zona de Vallecitos pero nunca había llegado a esa altura y en cada parada repetía “no sabía que era tan hermoso”. Las veces que había ido, la aridez me había incomodado un poco, no me había dejado disfrutar completamente de su paisaje. Y allí estaba, abriendo los ojos y haciendo fuerza para no pestañar demasiado. El clima finalmente nos dejaba caminar. No había viento, ni nubes, ni nieve. Mirábamos extasiados. Un guía me advirtió que sí, que era hermoso, pero no siempre estaba así, teníamos suerte. Creo que recién hoy entiendo que todo lo que habíamos pasado previamente era para poder gozar de ese momento.


El ascenso fue duro. El amanecer llegó dando un gran espectáculo. La nieve siempre estuvo honda y nunca dejó respiro. Cuando pasamos por los campamentos en los que debíamos haber estado, entendimos por qué no pudimos hacerlo. Los carteles estaban completamente tapados de nieve. No había pirkas ni recinto posible. Nos detuvimos poco, por supuesto para colocar crampones, hidratarnos y consumir algún cereal. Siempre de pie, siempre mirando el paisaje, siempre sacando alguna foto.

Llegamos al col pasado el mediodía. Llegamos todos y nos abrazamos. El viento soplaba fuerte nuevamente. La bajada fue soleada, amable pero larga. Fue lindo ver cómo la montaña se empezaba a poblar de gente. Seguían la huella que habíamos surcado hacía solo algunas horas.

Último día

La vuelta luego de un esfuerzo grande no se disfruta tanto. Las piernas están cansadas, el final se acerca, la organización estresa un poco. La mañana fue fugaz y el equipo para bajar, inmenso. Siempre que desciendo de la montaña siento nostalgia. No me quiero ir. Me siento como algunos niños que se aferran a las madres a la entrada de un jardín. Tienen que aprender a soltar pero cuesta. ¿Se aprende finalmente? Fuimos directo a Potrerillos a disfrutar de un asado y un vinito. Todos charlábamos felices. Esa misma noche volveríamos juntos a Buenos Aires.

Me costó un tiempo entender todo lo aprendido. Llegué con ganas de más. Con ganas de subir al Plata una y mil veces. Con ganas de quedarme ahí mucho tiempo. Planifiqué cien veces más cómo hacer para volver en los próximos meses. Estudié en profundidad las posibilidades climáticas. La conversación con compañeros ayuda a entender la situación. Escribir sobre ella también. Tuvimos suerte. De eso estoy segura.

 


 Gracias por todo lo compartido

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Escalar en Buenos Aires y Mendoza

Nuevita en la actividad de escalada, comencé a recorrer espacios naturales en donde practicar el deporte. En poco tiempo recorrí diferentes lugares de la provincia de Mendoza y de Buenos Aires con la intención de conocer y planificar mejor mi vuelta ya que no encontré mucha información. 

En orden temporal, las paredes que recorrí desde el año pasado hasta ahora son: 

1. El chorro de la vieja (El Manzano, Mendoza)

Esta fue mi primera experiencia en la roca y en su momento me pareció bastante compleja. El chorro de la vieja se encuentra a unos 10 kilómetros de El Manzano Histórico en Mendoza por un camino de tierra. Está muy cerca del destacamento de Gendarmería por el que hay que pasar antes de cruzar hacia Chile y a unos kilómetros de las paredes más destacadas de Mendoza, "Arenales". 

El chorro de la vieja es un trekking que conduce a una pequeña cascada, el chorro, y tiene algunas señalizaciones que permiten encontrar el comienzo fácilmente. Hay un espacio para dejar el auto y allí mismo es el lugar de acampe agreste. El trekking es de unos 30 minutos. Una vez que se llega a visualizar el chorro, hay que buscar las paredes que están a la derecha. Serán unas ocho vías. Nosotros solo probamos dos de ellas. Si bien no hay mucha información, desde mi perspectiva son quintos con algún paso un poco más difícil. Además, tiene multilargos. 

Personalmente me encantó porque es una pared nada popular, con agüita disponible y en una zona muy linda con sol y sombra. 



2. El conglomerado (Potrerillos, Mendoza)

Cerca del "centro" de Potrerillos se encuentra la pared del Conglomerado. Lo súper positivo de este lugar es que se puede llegar en colectivo. Es así: tomamos el colectivo a Potrerillos que sale desde la terminal de Mendoza y una vez allí, caminamos unos 30 minutos hasta llegar a la pared. Se puede acceder desde la ruta. El pie de vía es angosto y está al lado del río. Algunas vías tiene lindos manijones para practicar y me pareció un lugar ideal para pasar una tarde de primavera. Seguramente en verano hace muchísimo calor. El CAM (Club Andinista Mendoza) ofrece los topos de escalada de este y otros sectores de Mendoza. 


Datazo: en octubre de 2023 fui por segunda vez al "Conglo" y volví a tomarme el colectivo en la terminal de Mendoza. Pero me sorprendió que había dos colectivos hacia el lugar con unos 10 (diez) minutos de diferencia. Esto sucede porque uno termina en Potrerillos y otro no. Ahora bien, la opción es tomarse el colectivo que vaya a Potrerillos pero que siga por la RN 7 hasta las Cuevas, por ejemplo. Y allí hay que pedirle al chofer que te deje en el estacionamiento pasando "Argentina Rafting Expediciones". ¡Te deja en la entrada del Conglo! Es decir, tenés el Andesmar que te deja en la esquina de la pared de escalada, ¡un lujo!




3. Difuntos (Sierra de los Padres, Buenos Aires)

A diferencia de Mendoza, las zonas de escalada de Buenos Aires son privadas. Es decir, siempre hay que pagar una entrada. Para acceder a la zona de Difuntos podés hacerlo por Totanka (hay algunas paredes a las que está prohibido pasar) y el acceso está a cargo de Somital Aventuras. Es una lástima que solo se pueda escalar sábados, domingos y feriados. El costo de la entrada es de $3000 (abril 2024) y se accede a diferentes paredes. Nosotros fuimos hasta el Bosque en auto. El acceso es relativamente sencillo y las paredes muy accesibles. 

En una ocasión, fuimos un día jueves y entramos por la segunda zona de acceso a Difuntos: la Serranita. Este es un Club de Golf a través del cual podés pasar a dos de las paredes de escalada. En septiembre de 2023 pagamos $2200 por persona por día. 

Hay un trekking corto y se accede a las paredes (ojo que no están bien señalizadas). En la zona hay árboles por lo que hay sombra todo el día. Fue una linda jornada con vías cortas de diferentes grados. Hay disponible una guía en PDF. 

Pared Pinky y Cerebro

4. Sierra de la Vigilancia (Buenos Aires)

A unos kilómetros de Difuntos está el Centro de Escalada La Vigilancia. Solo abre viernes por la noche, sábados, domingos y feriados. Tiene una zona de acampe, domos y espacio común con cocina, mesas, parrilla, baños, etc. Realmente es muy grande. Tiene muchísimas vías y siempre se abren nuevas. En el refugio te explican en dónde están las diferentes zonas pero hay que estar muy atentos porque es fácil perder el sendero. 

Es un lugar icónico de escalada en Buenos Aires así que es una cita obligada. 


Abrazos


Trekking desde La Carolina a Nogolí (Provincia de San Luis)

 

Ahora algo se cruzó dentro de mí

y no puedo volver porque no podría vivir.

Thelma en Thelma y Louis

 

Caminar desde el pueblo La Carolina a Nogolí fue una gran aventura, principalmente, porque no contaba con mucha información. Además, tenía la responsabilidad de lograr que Fabrizio, mi hijo de 9 años, logre caminar 35 kilómetros y que lleguemos sanos y salvos. El camino no tenía grandes dificultades pero el desafío era inmenso.

Utilizamos los feriados de Semana Santa para hacer el recorrido. El viaje desde Buenos Aires hasta San Luis es largo, son 850 kilómetros por lo que se necesita utilizar un día completo para llegar hasta allá.

La Carolina es un pueblo precioso, colonial. También leí que es uno de los pueblos argentinos que compiten por estar entre los mejores del mundo. Nosotros llegamos de noche y fuimos directo a la cabaña que habíamos reservado. Llegamos el miércoles previo a Semana Santa y estaba absolutamente todo cerrado. No había ningún lugar para comer o para pedir comida solo una pequeña despensa con muy poca variedad así que es importante ir con una rica comida y alojarse en un espacio con cocina.

Día 1

Comenzamos el trekking por la mañana. Quisimos dar aviso de nuestra salida a los bomberos pero no había nadie (Tel: 2664452000 int. 5552/5553). En el centro médico había un trabajador que nos comentó sobre el camino pero, en general, las personas nos miraban extrañadas. Es decir, no es un recorrido turístico y nuestro entusiasmo crecía. Lo idea es salir del camino que bordea la escuela y la seccional de policía. Ese es un camino vecinal señalizado. Nosotros, en cambio, comenzamos cruzando el río que está frente a la oficina de información turística. Allí hay una tranquera que cruzamos y seguimos en dirección oeste. Por allí no hay caminos, hay que cruzar grandes piedras para poder continuar. Encontramos una casa de un lugareño que nos acompañó un trecho y nos indicó algunos puestos como referencias. A partir de esa casa, la dirección comienza a ser suroeste.

Paisaje del día 1 luego de la casa del lugareño

El terreno comenzó a ser más llano y caminábamos campo traviesa entre altos pastizales. Atravesamos nuevas tranqueras y una, particularmente, indicaba la entrada a la Reserva Natural Privada “Portillo de Barranca”. Allí decía que para pasar había que pedir permiso al 2664-399839. Nosotros ya no contábamos con señal de celular así que pasamos y acampamos en las cercanías. En esta parte de camino hay gran presencia de animales de pastoreo. Este primer día fue muy difícil conseguir agua ya que, calculo, que el primer arroyito está a unos 6-7 kilómetros de la entrada a la Reserva por lo que el primer día se hace bastante largo. Una opción es recargar en la primera de las casas pero recomiendo 3 litros de agua más lo que se necesite para cocinar.

El agua que encontramos en el día 1

Día 2

Durante la noche el clima fue lluvioso. Sin embargo, al día siguiente nos levantamos con energía.

Esta jornada tiene por objetivo caminar y realizar un largo descenso hasta el río. Igualmente, antes hay que atravesar tranqueras, una casa (el lugareño dice que por allí no se puede pasar de noche), un gran puesto abandonado y un conjunto de rocas que señalan el comienzo del gran descenso. Ese camino nos llevó gran parte del día ya que llegamos a la bajada por la tarde. 

Hay que atravesar estos muros en varias ocasiones

Caminamos unas dos horas y decidimos acampar pero lo ideal es llegar hasta el Río que hay un sector de acampe y agua cristalina para abastecerse y cocinar.  La bajada no tiene grandes dificultades y el camino está bien delimitado. Además, la vista es increíble.


Día 3

La tercera jornada fue sencilla en intensidad pero tuvo el condimento de los vadeos. Hay que seguir el cauce del río en dirección sur por el lado oeste del río. No hay que distraerse porque la vegetación puede impedir el paso así que a no desviarse del sendero (como hicimos nosotros). 

El camino y los vadeos

Cerca del mediodía comenzamos a ver personas que van a pasar el día cerca del río. También hay un lujoso hotel. Sin embargo, no hay servicios de ningún tipo. Una vez que llegamos a una gran tranquera que señalaba el comienzo del estacionamiento finaliza el trekking. La victoria fue nuestra por un momento. Digo por un momento ya que el pueblo “Nogolí” se encuentra a unos 10 kilómetros del final de recorrido y atraviesa una ruta de cornisa. Es decir, debíamos conseguir un transporte, al menos, hasta Nogolí pero no hay de ningún tipo (ni colectivo, ni taxi, ni remis).

Luego de caminar un buen rato pudimos hacer dedo y nos llevaron hasta Nogolí. Allí hay colectivos hasta San Luis pero la frecuencia es muy baja (cada cuatro horas aproximadamente). Es decir, llegamos un sábado a la noche al pueblo de Nogolí que se encontraba en pleno festejo. Comimos algo y esperamos el colectivo con las últimas energías. Una vez que llegamos a San Luis nos anoticiamos que no hay colectivos a La Carolina durante los fines de semana, ¡buenísimo! Finalmente, tomamos un remis que nos salió carísimo pero nos dejó en la cabaña a la 1 de la mañana. Agotados pero muy felices.

Nota: tener resuelto el transporte de Nogolí a Carolina si es que dejaron el auto en el primero de los pueblos.  

Acá estamos 


Abrazos


 

El Nevado de Chañi

 

Una experiencia entre el cielo y las montañas de Jujuy

 

Diario de viaje e información útil (mayo 2023)

La expedición completa se desarrolló en seis días. Hicimos la aproximación desde El Moreno, un pequeño pueblo jujeño con algunos servicios y algo de conexión a internet. Es posible acercarse en camioneta hasta los 4800  metros de altura. Sin embargo, si el transporte no es óptimo, es mejor dejarlo en uno de los campamentos, Casa Mocha, a 4300 metros y desde ahí, terminar a pie la aproximación y el ascenso. 

Es necesario aclarar que el recorrido lo hice con una prestadora de servicios, Argentina Extrema, pero siempre es un aprendizaje para comenzar a hacer nuevos caminos de manera independiente.

 

Día 1

Viajamos desde Salta en un transfer hasta la hermosa ciudad de Purmamarca. Desde allí, continuamos el trayecto en camionetas 4x4. El recorrido continuó por la Cuesta de Lipán y nos acercamos a las Salinas Grandes con el Nevado de Chañi mostrando su presencia. El salar es una referencia importante no solo porque, en los inicios, se observa el desvío hacia El Moreno sino también porque durante las caminatas en la Puna ofrece una referencia insoslayable hacia el Oeste del Chañi.

Una vez que observamos las Salinas, nos desviamos de la Ruta y tomar un camino de ripio hasta el Refugio Canchaioc a 3687 metros de altura. El espacio es cuidado por Gabino que tiene su casa a unos metros del lugar.

Refugio Canchaioc

 

Día 2

Para aclimatar, hicimos un recorrido junto a Gabino y a los guías, alrededor de las poblaciones y de los cerros cercanos. Subimos al San José que nombra el paraje cercano y conocimos las edificaciones aledañas. Durante la tarde descansamos en el refugio, aprovechamos para conocernos mejor y hacer unos ejercicios de estiramiento.

Día 3

Continuamos con la aproximación hasta Casa Mocha, el “Pórtico del Nevado de Chañi”, a 4200 metros. La caminata es larga pero sin mucho peso ya que la camioneta porteaba gran parte del equipo.

Allí nos alojamos en el refugio Flor de Pupusa gestionado también por Gabino y su familia. La altura se empezaba a sentir. Uno de nuestros compañeros comenzó a sentirse muy mal y, durante la tarde, una joven que bajaba de la cumbre, necesitó asistencia. El miedo comenzaba a incomodar.

                                                                            Casa Mocha

Día 4

El día jueves fue utilizado para portear equipo y comida hasta el último de los refugios. Jefatura de los Diablos se encuentra a 4960 metros de altura. Es una pequeña edificación con espacio para que duerman unas 5 personas y cuenta con cocina. Al llegar, el frío y el viento nos indicaban que ya estábamos en la alta montaña. Armamos las carpas, organizamos el campamento y fuimos en búsqueda de agua. El arroyo se encuentra a unos 20 minutos del lugar.

Jefatura de los Diablos

 

Finalmente, regresamos a Casa Mocha para hacer una práctica de uso de grampones y descansar. Dos de nuestros compañeros decidieron volver a Salta.

Día 5

La jornada comenzó con la caminata hasta Jefatura de los Diablos. Esta vez, la camioneta de apoyo no nos acompañaba así que todo el equipo lo llevamos con nosotros. Llegamos para el almuerzo que se juntaría con la merienda y la cena ya que el día siguiente era el designado para intentar la cumbre. El cielo completamente nublado aparecía en algunas charlas tímidas. Los nervios comenzaban a aparecer.

Día 6

El día comenzó a las 2 am. Debido a las condiciones climáticas, el desayuno lo tomamos en las carpas mientras nos preparábamos para el gran ascenso. Partimos catorce personas junto a cuatro guías. El viento era muy intenso y no facilitaba la caminata. El sendero en zigzag hasta el Abra de Chañi está bien señalizado con monolitos y apachetas a lo largo del camino. Luego, se presenta un largo acarreo hasta el filo. Allí había nieve y hielo pero pudimos seguir el camino sin grampones. 


A las 12:00 del día 5 de mayo de 2023 hicimos cumbre cinco de nosotros (Ángeles Herrera, Adrián Arrigone, Esteban Mena “el yerno de Osmi”, Mijaul “Miguel, el polaco” y yo, Florencia Sorrentino) y dos de los guías Jaime y Matías Contreras. La emoción fue inmensa.


Para el descenso sí nos tuvimos que colocar grampones. Fue un largo camino pero volvíamos muy felices. En Jefatura de los Diablos levantamos el equipo y caminamos hasta Casa Mocha para dormir la última noche en la montaña.

Día 7

Por la mañana, las camionetas nos vinieron a buscar. Nos despedimos de la montaña y nos fuimos a Salta.

Las montañas del norte tienen una energía particular. Quizás es porque muchas de esas cumbres fueron, efectivamente, adoratorios de altura. Allí se practicaron rituales y esa energía aún sigue vigente. Se siente.

Las culturas preincaicas veían a las montañas como la materialización de sus dioses y es por eso que las ascendían. Además, hay leyendas que cuentan que, desde la cumbre del Chañi, los dioses tiraban piedras para impedir su acceso. Sin embargo, los Incas, para demostrar su poderío, ascendieron a las montañas prohibidas e instalaron adoratorios en sus cumbres. Allí realizaron todo tipo de ofrendas como la de los niños del Llullaillaco.

La cima de la montaña significa el fin del espacio terrenal y el punto de contacto con el mundo celestial. Desde la cumbre, la comunicación con los dioses del cielo es materialmente posible. Un mes después de mi llegada a Buenos Aires pienso en el Chañi para proyectar otras cumbres. Pienso en la energía que logró perpetuar en mí y la unión que se estableció. Sé que ya no es posible que ese lazo se rompa.  

Sentir los Andes más allá de los límites fronterizos. Una expedición desde Argentina a Chile (sin exiliados)


Crónica de viajes


Una mochila de 65 litros. Bastones. Bolsa de dormir. Zapatillas de trekking. Zapatillas de vadeo. Plato, vaso, set de cubiertos, mate. Campera. Parka. Polar. Dos remeras. Una camiseta térmica. Una calza térmica. Gorros de verano y de invierno. Buff. Guantes. Cargador portátil. Linterna. Medicamentos. Artículos de higiene. Documentos. Saludos y abrazos. Esperanzas de llegar (y de volver). El Portillo. Piuquenes. Cincuenta kilómetros. Cuatro mil trescientos metros de altura. Siete días. Seis noches. Frío. Calor. Viento.


 



Viajé en avión desde Buenos Aires a Mendoza. El recorrido había comenzado un tiempo antes gracias a mi obsesión por la planificación de cada detalle. Mi imaginación también había hecho lo suyo. Ultra organizada y un poco ansiosa llegué dos días antes del encuentro con los guías de montaña y con el resto del grupo. Me gusta llegar antes para no sentirme estresada por el viaje. Descanso, deambulo por la ciudad y tomo mucha agua.

En Mendoza salí a pasear por la Plaza Independencia y la calle Arístides; fui a Los Palmares y al Museo del Vino. Debido a que iba a realizar el Cruce sanmartiniano de los Andes estaba interesada en hacer algún recorrido histórico. El museo de sitio “Casa de San Martín” era el único disponible un sábado por la tarde así que la selección del paseo fue inmediata. Un ingreso muy moderno, tres paredes con información escrita e imágenes ilustrativas, y un piso de acrílico. La primera impresión no fue prometedora pero una vez que empecé a otorgarle sentido a la arqueología arquitectónica basada en las diferentes capas del suelo, visualicé la historia de nuestro país. En lo profundo, vestigios de los primeros pobladores de la zona; luego, rastros de baldosas coloniales, de los terremotos, de nuevos suelos y, por último, el piso de un taller mecánico. Traté de comprender por qué en la casa de uno de los héroes de la patria se había construido un taller mecánico (con fosa y todo) y que estuvo en funcionamiento hasta el año 2017. Transitar esos suelos que están siendo excavados e investigados en la actualidad me estremeció y me conectó con mi fanatismo por las películas de Indiana Jones.

El domingo me encontré con los guías y con el resto de los compañeros que serían parte de la expedición. Fuimos en transfer hasta el Manzano Histórico, almorzamos y nos llevaron al puesto de gendarmería en donde registrarían nuestra salida del país. Cercanos al Cajón de Arenales y con el Cerro Punta Negra de frente, nos dirigimos al primer campamento, el refugio Escarabelis. Allí pueden llegar camionetas y algunos autos así que el movimiento impedía la sensación de “vida en la montaña”. Sin embargo, desde la lejanía, la Cordillera mostraba su autoridad e imponía respeto.

Al día siguiente, el trekking matutino nos alejó del último contacto con el refugio y nos mostró una experiencia agreste. La caminata no tuvo dificultad y nos entretuvimos sacando fotos a los diferentes paisajes y a un colectivo abandonado en el medio del camino para finalizar en el campamento Yareta ubicado a 3534 metros sobre el nivel del mar. Las plantas autóctonas dieron su nombre al campamento y sembaron todo el terreno con su irregular figura. El silencio se empezaba a escuchar. Cerros hacia cualquiera de los puntos cardinales y un viento preocupante arrullaron nuestro sueño pero también, nos despertaron durante toda la noche.

La jornada más compleja se realizó el tercer día de la travesía. La noche no había sido buena y había que dejar el campamento a las 6 de la mañana ya que nos esperaban doce horas de una caminata intensa. El paso Portillo nos mostraba su pequeño triángulo invertido desde que salimos del campamento hasta que llegamos a él, a 4300 metros de altura. Fue una caminata constante. En esos momentos me concentraba mucho en el paso. La guía de montaña indicaba el ritmo de marcha pero yo, además, pensaba en mi propio ritmo. A esa altura una empieza a dudar de su capacidad, de su respiración, de sus posibilidades. Siempre trato de no dejarme asustar. La mente puede ser un gran enemigo en situaciones límite. Si bien no era una situación extrema, hay que entrenar para esos momentos. Me concentro en el ritmo de mis pasos y hago una especie de coreografía. Siento el compás de mis brazos, la posición de mis manos, el movimiento de mi cintura. Igualo ese ritmo con el de mi respiración, siempre inhalando por la nariz y exhalando por la nariz (idealmente) o por la boca (más probablemente). Aflojo mis labios, muestro una sonrisa.

Una vez que llegamos al paso Portillo, muchos comenzaron a llorar, a abrazarse, a ponerse a un costado en silencio. Nos despedimos rápidamente de ese gran logro y la caminata continuó varias horas hasta llegar al Campamento la Olla. Esa noche finalizó la primera parte del viaje. La aclimatación a la altura ya estaba de nuestro lado. Pensé que no había escapatoria. Si quisiera abandonar la expedición, sería igual ir hacia adelante que ir hacia atrás. Será mejor ir hacia el frente.

En la cuarta jornada, la fraternidad entre los integrantes del grupo se hacía más fuerte y la idea de “lo peor ya pasó” estaba presente. Así que las charlas se escuchaban con mayor intensidad. Además, los días de vadeo otorgaban cierto color a la aridez transitada los días previos. El cruce del Río Tunuyán lo realicé a caballo junto a gran parte del grupo mientras que otros se animaron a vadearlo a pie. La seguridad del arriero –no tanto la del caballo- me invitó a disfrutar el cruce mientras me sentía en un loop atemporal gracias al modo de transporte. En ese valle las vistas son más amplias y se pueden ver diversos cerros como El corazón, el mesón San Juan y el volcán Tupungato. A este último le prometí que iría a visitarlo. Fue una jornada corta que nos permitió disfrutar del campamento. Nos bañamos, escuchamos música, cantamos, comimos asado, y tomamos mate y vino. La montaña nos invitaba a quedarnos en ella y nos dejaba hacer un poco de barullo. Por la noche nos regaló la infinidad del cielo con sus estrellas, viento y frío. ¿Cómo no enamorarse? ¿Cómo hacer para vivir lejos de ella?

Al despertar, me sentía unida a la montaña. Su inmensidad era un regalo que me ofrecía y que había recibido con humildad. Por eso, las sensaciones que se continuaron fueron de una enorme introspección pero también de mucha nostalgia. Me adelantaba al desenlace pensando en que, seguramente, la iba a extrañar. No recuerdo claramente ninguno de los ríos, cerros o momentos de la mañana siguiente. El viaje era interior. Esa tarde llegamos al campamento Las Ovejas. Era amplio, ventoso, incómodo. Era la última noche en la montaña. Los cuerpos estaban cansados, muchos añoraban duchas, restaurantes, comidas, conexiones a internet. La noche era negra, negrísima, y a lo lejos, pasando las últimas montañas que habíamos dejado atrás, una tormenta eléctrica nos mostraba su show de luces. Una vez más, dormí bajo las estrellas, pero esta vez con la intención de perpetuar en mi memoria la sensación de estar ahí, de “estar en la montaña”.

El último día prometía el momento cúlmine: el hito en donde un monolito señalaría el final de la Argentina y el comienzo de Chile. El tránsito hacia ese lugar era intenso pero la montaña nos daba la mano para subir de a poco, disfrutando sus últimos metros. En el camino pensaba en los límites políticos entre países, en los tiempos en que no estaban, en los pueblos andinos y en su cultura que nos hermana pero también en el gran límite natural que se imponía. El pequeño cartel metálico que, en letra imprenta, recitaba Argentina puso sobre la montaña mi espíritu patriótico y me hizo recordar el amor por nuestro suelo. También me abracé con los chilenos que nos acompañaban al grito de “hermanos” mientras decían “bienvenida a Chile”. Todo era una gran fiesta. Habíamos llegado al límite y entraríamos al país limítrofe caminado. Victoriosos.

Unas horas de intenso descenso y los buses nos esperaban en la ruta para llevarnos a Santiago de Chile. Mientras comíamos, antes de emprender el regreso, algunos autos pasaban a nuestro lado como si nada hubiera pasado. Como si yo no acabara de cruzar los Andes a pie, como si nadie supiera que la inmensidad de la montaña me había dejado sin palabras. No supe cómo despedirme. En el viaje miraba a la montaña de reojo y pensaba que seguramente nos volveríamos a encontrar. Quizás, ella alguna vez me enseñe cómo se dice “adiós, hasta pronto”.